miércoles, 3 de octubre de 2012

Antiguas Brujerias (Algernon Blackwood) Capitulo 2




Antiguas brujerías. Capitulo II
(CAPITULO 1 parte 1 aqui)
(CAPITULO 1 parte 2 aqui)
Algernon Blackwood.



Vezin permaneció allí día tras día, Indefinidamente, mucho más tiempo del que había pensado quedarse. Se sentía adormilado y aturdido. No hacía nada en particular, pero el lugar aquel le fascinaba y no podía decidirse a abandonarlo. Siempre le había sido muy difícil tomar decisiones y, por ello, se asombraba a veces de lo bruscamente que había adoptado la de bajarse del tren. Parecía como si alguien la hubiera tomado por él; y, en una o dos ocasiones, sus pensamientos volaron hacia aquel atezado francés del asiento frontero al suyo. ¡Ojalá hubiera podido entender aquella larga frase que terminara, tan extrañamente, con un "a cause du sommeil et a cause des chats"! Se preguntaba cuál habría podido ser su exacto significado.



Mientras tanto, le había dominado por completo la afelpada calma de la ciudad, e intentaba en medio de aquella paz y tranquilidad, descubrir dónde residía el misterio yen qué consistía. Pero su limitación en el idioma y su constitucional aversión a las investigaciones activas, le impidieron abordar a la gente y hacerles preguntas directas. Se contentaba con observar, vigilar y permanecer en estado negativo.

El tiempo siguió siendo tranquilo y neblinoso, y esto le ayudó. Vagabundeó por la ciudad hasta que conoció cada calle y cada paseo.

La gente le permitía ir y venir sin obstaculizarle ni estorbarle; pero, cada día que pasaba, se le hacía más evidente que no dejaban de vigilarlo ni un momento. El pueblo le espiaba como el gato espía al ratón. Y él no consiguió adelantar ni un paso hacia el descubrimiento de por qué estaban todos tan atareados ni por dónde discurría la corriente real de sus actividades. Todo esto permanecía en tinieblas. La gente era tan suave y misteriosa como los gatos.

Pero que estaba continuamente bajo vigilancia, se le fue haciendo más evidente de día en día.

Por ejemplo, cuando iba, dando un paseo, hasta el extremo último del pueblo y allí entraba en un verde jardincillo público, bajo las murallas, y se sentaba a tomar el sol en uno de sus vacíos bancos, se veía completamente solo... al principio. No estaba ocupado ningún otro asiento; el parque estaba desierto; los caminos, vacíos. Sin embargo, al cabo de unos diez minutos de su llegada, había ya muy bien veinte personas diseminadas a su alrededor, unas paseando sin rumbo fijo por los senderos de grava o contemplando las flores, y otras sentadas en los bancos de madera, tomando agradablemente el sol. Ninguna de ellas parecía reparar en él; a pesar de esto, comprendía perfectamente que habían ido allí a espiarle. Le mantenían sometido a estrecha vigilancia. En la calle le habían parecido bastante atareados y activos; sin embargo, ahora parecían haberse olvidado súbitamente de sus obligaciones y ya no tenían nada que hacer sino descansar ociosamente al sol, sin acordarse para nada de sus trabajos y quehaceres. Cinco minutos después de irse él, el jardín volvía a quedar desierto, los asientos vacíos. Pero, en cambio, en la calle, ahora repleta de gente atareada, sucedía lo mismo; nunca estaba solo. Siempre estaban ocupándose de él.

Poco a poco, además, fue empezando a comprender de qué modo tan inteligente lo espiaban, que no lo parecía. La gente aquella no hacía nada de una manera directa. Actuaban de un modo oblicuo. Se rió para sus adentros cuando expresó esta idea, circunscribiéndola en palabras, pero la verdad es que esta frase lo describía con exactitud. Le miraban desde ángulos desde los cuales, lógicamente, sólo se hubiese podido dirigir la vista hacia otro sitio muy distinto. Sus movimientos, además, eran oblicuos en todo lo que se refería a él. Era evidente que las cosas rectas, directas, no les gustaban. No hacían nada con claridad. Cuando entraba a comprar algo en una tienda, la mujer se iba rápidamente al extremo lejano del mostrador y allí se ponía a hacer cualquier cosa; sin embargo, le contestaba inmediatamente —en cuanto él decía algo, demostrando con ello que se había dado perfecta cuenta de su presencia, y era ésta únicamente su manera de atenderle. Era la actitud del gato la que adoptaban. Incluso en el comedor de la posada, el camarero, cortés y bigotudo, flexible y silencioso en todos sus movimientos, parecía incapaz de llegarse directamente hasta su mesa para atender un encargo o llevar un plato. Iba haciendo zigzags, indirectamente, vagamente, de manera que parecía estar yendo a cualquier otra mesa, sólo que de pronto, en el último momento, se volvía y ya estaba allí junto a él.

Vezin sonreía de una forma singular al describir cómo fue empezando a darse cuenta de estas cosas. No había más turista que él en la hospedería, pero recordaba que uno o dos viejos del pueblo iban allí a tomar su déjeuner y a cenar; y también recordaba cuán fantásticamente entraban en el comedor, en actitud similar a la de todos los demás. Primero se detenían en el umbral de la puerta, atisbando la habitación; luego, después de una cuidadosa inspección, entraban de lado, por así decir, pegados a la pared de tal manera que Vezin nunca sabía a qué mesa se estarían dirigiendo; y, en el último momento, casi se abalanzaban hacia sus respectivas sillas. Y de nuevo esto le sugirió las maneras y métodos de los gatos.

También le llamaron la atención otros pequeños incidentes que ocurrían por todas partes en aquel pueblo extraño y sigiloso, de vida indirecta, amortiguada. La gente aparecía y desaparecía con una extraordinaria rapidez, que le intrigaba sobre manera. Sabía que era posible que el fenómeno fuese perfectamente natural; pero no podía descifrar cómo la calle se tragaba o arrojaba a las personas en un instante, sin puertas visibles ni aberturas lo suficientemente próximas para explicar racionalmente el fenómeno. En cierta ocasión fue siguiendo a dos mujeres de edad que había sorprendido examinándole con un interés tan particular como disimulado desde el otro lado de la calle. Era muy cerca de su posada, y las vio doblar la esquina sólo unos pocos pasos delante de él. Pues bien, cuando él, que iba pisándoles los talones, torció vivamente por la misma esquina, no vio más que una calle desierta, sin la menor señal de vida. Y la única abertura por donde podían haberse escabullido era un soportal que había a unos cincuenta metros de la esquina y al cual, en ese tiempo, no habría podido llegar el más rápido de los corredores humanos.

Y de la misma forma súbita aparecía la gente cuando menos se lo esperaba. Una vez oyó el ruido de una gran disputa que procedía de detrás de cierto pequeño vallado; se apresuró a ver qué sucedía y consiguió ver un grupo de mujeres y jovencitas enzarzadas en vociferadora discusión, que se apagó al momento, hasta convertirse en el murmullo habitual de la ciudad, en cuanto su cabeza hubo asomado por encima de la valla. E incluso entonces, ninguna de ellas se volvió para mirarle directamente, sino que todas se escabulleron a través del patio con increíble rapidez y desaparecieron por puertas y soportales. Y sus voces —pensó— habían sonado muy parecidas, extrañamente parecidas a gruñidos coléricos de animales irritados, casi como de gatos.

A pesar de todo, el alma auténtica del pueblo seguía evitándole, esquiva, variable, escondida del mundo exterior, y, al mismo tiempo, intensa y genuinamente vital; y, desde el momento en que él, ahora, pertenecía a la vida del pueblo, esta esquivez y oscuridad le intrigaban y le irritaban; más aún, empezaban ya a asustarle.

A través de las nieblas que lentamente se iban acumulando en sus pensamientos habituales, empezó a surgir la idea de que los habitantes del pueblo estaban esperando algo de él, esperando a que se decidiese, a que tomase una actitud, a que hiciera una cosa u otra; y que, cuando él se hubiese definido, ellos, a su vez, darían por fin una respuesta directa y lo aceptarían o rechazarían. Pero no podía conjeturar sobre qué asunto concreto se esperaba su decisión.

Una o dos veces se puso a seguir a pequeñas comitivas o grupos de ciudadanos con el objeto de descubrir, si era posible, qué es lo que pretendían; pero siempre le descubrieron a tiempo y se desparramaron, tomando cada uno un camino distinto. Siempre era lo mismo: no había manera de saber dónde residía la vida real de estas gentes. La catedral siempre se hallaba vacía; y la vieja iglesia de San Martín, que estaba al otro extremo del pueblo, desierta. Comerciaban porque tenían que hacerlo, no porque deseasen comprar nada.

Las tabernas estaban solitarias, los tenderetes no eran visitados, los pequeños cafés permanecían vacíos. A pesar de esto, las calles siempre se encontraban llenas y la gente siempre bulliciosa.

—¿Es posible —se dijo, aunque con una sonrisa de indulgencia por haberse atrevido a pensar una cosa tan rara—, es posible que estas gentes sean gentes de crepúsculo, que sólo de noche vivan su vida real, que sólo se manifiesten sinceramente en la oscuridad? ¿Están durante el día haciendo una simple farsa, insincera pero valiente, y sólo cuando se hunde el sol empiezan su vida auténtica? ¿Tienen alma, quizá, de cosa nocturna, y está toda la bendita ciudad en manos de los gatos?

Su fantasía se las arreglaba para torturarle continuamente con escalofríos y pequeñas crisis de espanto. Pero, aunque fingía reírse, se daba perfecta cuenta de que estaba empezando a sentirse allí más que a disgusto, y de que fuerzas extrañas estaban tirando con mil cuerdas invisibles del mismo centro de su ser. Algo remotamente lejano a su ordinaria vida cotidiana, algo que había permanecido dormido durante años, empezó a insinuarse poco a poco en lo más hondo de su alma, lanzando sutil es tentáculos a su cerebro y su corazón, moldeando ideas extravagantes e influyendo incluso en algunos de sus menores actos. Sentía que en la balanza estaba en juego algo extraordinariamente vital para él, para su alma.

Y siempre que volvía a la posada, a la hora del crepúsculo, veía las figuras de los habitantes del pueblo escabulléndose furtivamente en la oscuridad de las tiendas, paseando como centinelas de aquí para allá en las esquinas de las calles, y siempre desvaneciéndose en silencio, como sombras, en cuanto él intentaba aproximarse. Y como la posada cerraba invariablemente sus puertas a las diez, nunca había encontrado la oportunidad, que temía y deseaba, de descubrir por si mismo las revelaciones que podría hacerle de noche la propia ciudad.

—"A cause du sommeil et á cause des chats" —las palabras sonaban en sus oídos cada vez con mayor frecuencia, aunque continuaban desprovistas aún de toda significación definida. Más aún, había algo que le hacía dormir como un muerto.

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